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martes, 15 de marzo de 2011

Destinos inciertos


Foto: Lilia Castañer.
Por: José Alberto Álvarez Bravo.
Parecía tenerlo todo para un destino feliz. Hijo único. Saludable, alto, fornido, agraciado. Nacido en La Habana en 1970, el entorno social presuntamente garantizado por el gobierno revolucionario no podía ser más propicio. Asistencia medico-hospitalaria gratuita, educación obligatoria y también gratuita. Sin niños de la calle, ni pequeños pregonando diarios ni lustrando zapatos. Con lo necesario para suplir las necesidades alimentarias; sin margen al despilfarro, pero sin la mordida del hambre que –según quienes han estado “afuera” y la prensa oficialista- flagela a más de medio mundo.
Sin embargo, desde que Omar Rivera Castañer comenzó a pensar y sentir por sí mismo, “algo” de la vida en Cuba le dejaba un mal sabor en el paladar de la conciencia.
Ese “algo” se tradujo en una citación urgente a su mamá, Lilia Castañer, por parte del claustro de profesores, pues el joven se mostraba renuente a asimilar la teoría política marxista, incluida de manera obligatoria en el Sistema Nacional de Enseñanza. Luego de este incidente, su rendimiento académico descendió en picada.
Siendo el marxismo-leninismo una asignatura básica, Rivera Castañer no pudo continuar sus estudios superiores, comenzando su vida laboral en el giro gastronómico.
Medida con la vara de la anuencia visceral, tenía garantizada una vida inmejorable, pero la sangre de Guamá, de Maceo y de Martí, le impedía disfrutar de una felicidad impuesta a punta de látigo y cepo, bajo la adusta mirada del comisario bolchevique. Salario garantizado, vivienda amplia y en buen estado, ropa, zapatos, grabadora de casetes, resultaron insuficientes para edulcorar la insipidez del paraíso del proletariado. Sin otro hobby que escuchar música, nada parecía faltarle para una vida material satisfactoria.
La Crisis de los Balseros ocasionó la primera perturbación en la placidez de sus hábitos hogareños. El síndrome evasionista, subyacente casi en cada cubano, estremeció la aletargada monotonía de la sociedad isleña. De manera inusitada, durante dos días Omar faltó a su hogar. Regresó huraño. Frustrado.
En el año 2000, la “suerte” pareció sonreírle. Los ahorros familiares de toda la vida sufragaron los trámites y la coima para un espurio contrato laboral en España. A la próspera Europa llegó, creyendo haber dejado en Cuba un incierto destino. Madrid, La Coruña, Alicante, donde el clima y la esperanza de progreso aquietaron su paso.
Su nuevo destino, ilusorio y postizo, le deparó el encuentro con un cubano –José Luis González Soñora- llegado a la península mediante el ardid del matrimonio arreglado. Este coterráneo le propició conocer al súbdito español Juan Ángel Sirvent Seguí, quien devino en su hada madrina y arquitecto de su intuido bienestar ibérico.
Su hado no pudo ser más impredecible. Tanto su patrón, como los últimos que tuvieron contacto con él, se enredan en una madeja de versiones contradictorias a la hora de explicarle a Lilia Castañer el paradero de su hijo, uno más en la lista de desaparecidos en España.

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